El arte de México y Colombia: un mural conjunto que recuerda sus memorias de dolor y sanación
Un siglo después de la explosión del muralismo mexicano, que fue una técnica y corriente artística utilizada para manifestar las necesidades de transformación después de la Revolución Mexicana, la potencia de las obras a gran escala sigue latente para poner de manifiesto las nuevas revoluciones sociales.
Lo sabe bien México que, desde la década del 60, ha vivido «un genocidio por parte del Gobierno mexicano hacia la población. Desaparecieron miles de actividades, campesinos, estudiantes», como lo recuerda Antonio Ortiz Herrera, o Gritón, como se le conoce a este artista en la esfera creativa. Él sabe que Colombia ha estado escribiendo una historia similar en las últimas décadas, con desapariciones sistemáticas y otros hechos victimizantes que han engrosado los estragos del conflicto armado interno.
Con esa historia común, con dolores encontrados, pero, sobre todo, con la máxima conjunta de hacer memoria para evitar que se repitan las violencias, llegó una invitación, de esas que suelen hacer los amigos entrañables para acompañarse a narrar sus sufrimientos y también las formas en las que sanaron. México invitó a Colombia a hacer un relato conjunto de esa impronta de años de ausentes presentes, de familias rotas, de pueblos fantasma, de desplazamientos forzados: de cómo recuperar el pasado y hacerlo presente para pensar en un futuro prometedor. El país azteca, como invitado de honor en la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBo), vio una oportunidad inmejorable para hacerlo realidad. El Museo de Memoria de Colombia, en su tarea de atesorar y contar todas las memorias todas, aceptó.
Así se comenzó a tejer la idea de un gran mural que uniría aún más los lazos de países hermanos, quebrados, pero valientes, resistentes, y de «intentar hacer un proceso de graficar esa memoria para dar una nueva narrativa: que esa memoria no parta del dolor, sino que nos permita a futuro vivir con esperanza», como subrayó Violeta Anahí Pulecio, estudiante de la Universidad del Rosario, una de las cinco instituciones de educación superior invitadas a pintar Somos la memoria del olvido, el mural de 30 metros de largo que resultó de la unión México - Colombia.
Treinta metros para 30 artistas de las tierras aztecas y andinas. Algunas son expertas en la técnica del tejido, otros de la fotografía… Algunos viven en primera persona la crudeza del conflicto, otros son parte de manera tangencial. Todos y todas juntas haciendo colectivo el «conversar sobre el olvido, nuestros recuerdos, nuestros arraigos y la resistencia de poder permanecer», como explicó Inty Maleywa, de Comunarte, quien llegó desde Medellín para participar en las cuatro jornadas de creación conjunta del mural previas al grabado final.
Vienen de Ciudad de México, de Boyacá, de Valle del Cauca, del Eje Cafetero, de los Montes de María…, una amalgama de proveniencias tan disímil y rica como sus técnicas artísticas. De Mampuján llegó Juana Alicia Ruiz, maestra de la tela sobre tela: «feliz porque estoy representando a una comunidad que más que ser víctima es una comunidad resistente. Fuimos los primeros de Montes de María que hablamos de reconciliación. El ser humano nunca olvida, solo que no recuerda. Y recuerda sin dolor cuando lo ha tramitado, y es lo que hemos hecho a través de la tela sobre tela. El dolor nos paraliza, como el miedo». Y si el dolor nos paraliza, la felicidad o, al menos, la tranquilidad nos hace actuar, como reflexionó Luz Manuela Avella, estudiante de la Universidad Nacional: «el arte es pensamiento en acción, es jugar. Creo que si no lo tuviéramos sería invivible, no sé qué sería de todos nosotros».
Entonces, el arte que sana y salva también transforma y revoluciona. Es el arte lo que hace que una aplanadora de una tonelada aplaste planchas de 1 x 1 metro y no las destruya, sino que las estampe. Que no las acabe, sino que cree algo nuevo. Porque «la aplanadora no es una aplanadora: es un símbolo de libertad», como ha aprendido Emilio Payán, el curador de la obra, director del Museo de la Estampa en México y quien enseñó a todos los artistas a dominar esta técnica.
«Un poquito más a la derecha», «¡todavía no bajen la plancha!»… La voz cantante era la de Patricia Soriano, profesora de Arte de la Universidad Autónoma de México. Ella coordinó esa coreografía de la aplanadora sobre las planchas, de la máquina sobre la obra de arte para redirigir la conversación, «que tiene que ver con una reflexión: la reunión de las memorias, que se ha podido concretar en un discurso plástico, y cada uno de los artistas ha podido dar desde su elección de símbolos».
Una mujer pariendo raíces en su territorio, un corazón que late y grita «sin olvido», un campesino que recorre sus terrenos, las letras que forman «Toda esa oleada», un alambre de púas… Esos son los símbolos de lo que llamó Elena Garro «una memoria del porvenir»: una memoria que nos transforma, que hace del arte un vehículo de reflexión y de este gran mural una gran voz para el mundo. Una polifonía de memorias «que nos encontramos; nos planteamos qué recordamos y para qué recordamos», como precisó Eric Arellana, artista visual y funcionario del Centro de Memoria Histórica.
De esos momentos recordados hay nuevos fragmentos que nacen, que se quedan con ellos y ellas, los y las artistas, quienes vivieron jornadas intensas y crearon una de las obras que alojará, cuando su construcción acabe, el Museo de Memoria de Colombia. Para acabar, un aplauso colectivo, el agradecimiento por unir dolores y resistencias, violencias y sanaciones, y la invitación a hablar en plural siempre. Ser las memorias del olvido, las memorias todas, porque, como dijo el escritor mexicano José Emilio Pacheco: «la memoria es el olvido que recuerda».
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