jueves, 31 de mayo de 2018


Inírida, una tierra sagrada para descubrir

Al único municipio de Guainía lo abraza una selva que esconde ríos cristalinos y tres cerros míticos.
Selvas Inírida
 
31 de mayo 2018 , 11:49 a.m.
Solo 55 kilómetros nos separan de tres cerros que parecen haber sido morada de dioses en tiempos pasados. Son las 7 de la mañana y algunas canoas flotan con calma en el puerto de Inírida. ‘La Vanidosa’, una lancha que tiene sillas de metal y tablas de maderas que sirven de piso y espaldar, ya está lista para recibirnos, nosotros también lo estamos.

Marcos Medina, el capitán, prende el motor y pronto dejamos el puerto atrás. Nuestro camino ya deja rastro por el río Inírida, la principal autopista del municipio. Así le llaman algunos porque es la única vía de comunicación entre el casco urbano y las comunidades indígenas como los puinaves, curripacos, piapocos y sikuanes, quienes representan casi el 90 por ciento de la población. Son el alma Inírida. 

Estamos rodeados de selva. Al lado izquierdo de la lancha se refleja la vegetación impenetrable del Amazonas y a la derecha, con la misma claridad, se refleja un tapete verde compuesto por los árboles de la Orinoquia que tienen entre 20 y 40 metros de altura. Ambas selvas, además de ser el pulmón de las regiones, han sido la defensa natural que ha impedido la entrada de grupos insurgentes al municipio.
Arcángel Agapito, miembro de la comunidad puinave y coordinador de turismo municipal de la alcaldía de Inírida, va justo en la mitad de la lancha. Con las selvas de fondo, nos cuenta que el difícil acceso al municipio los ha protegido de ataques violentos. Apenas uno se registró en 1977 e incluso fracasó porque la comunidad lo impidió. 

No todos saben esa historia. Durante años, un imaginario errado afectó la entrada de turistas al municipio, pues muchos creían que era una zona roja del conflicto armado por su cercanía a San José del Guaviare. Eso cambió después del acuerdo de paz entre el Gobierno y la guerrilla desmovilizada de las Farc.

“La gente ya nos tiene más confianza, especialmente los que vienen de otros países”
, dice con orgullo Agapito mientras la lancha se detiene en Caño Bocón, uno de los afluentes del río Inírida, famoso por tener en sus profundidades pescados típicos como pabón, payara, palometa, bocachico y cachama.
El motor de la lancha se apaga para escuchar la fuerte respiración de las toninas, más conocidas como delfines rosados. Camilo Puentes, un bogotano que se enamoró de Inírida hace más de 15 años y ahora se dedica al turismo, golpea los bordes de La Vanidosa para atraerlas. Según él, así las llaman los indígenas. Algunas atienden la señal, salen con gracia del agua y solo muestran una parte de su cuerpo. Intentamos tomarles una fotografía, pero ninguno lo logra. Resulta mejor solo ver su belleza excepcional.
Montañas omniscientes
Llegamos a las tres montañas rocosas. El tiempo al principio fue lento. Ahora, se acelera ante la vista que se impone frente a nuestros ojos: encima de los árboles se asoman las tres cimas de los cerros que imponentes, elevados, casi superiores que la naturaleza y que nosotros mismos, restan protagonismo a la selva que nos acompañó durante dos horas.
Como si la naturaleza supiera que son su más grande tesoro, tanto el río como la selva parecen rendir pleitesía a los cerros nombrados en lengua puinave como Mavicure, Pajarito y El Mono. Las aguas del Inírida separan con la forma de una serpiente al primero de los dos últimos y la vegetación forma un anillo natural de seguridad, rodeando los pies de las tres montañas rocosas.
“Los cerros son un lugar sagrado para los puinaves. Tienen 3.000 millones de años y hacen parte del Escudo Guayanés. Tengan cuidado al subirlo, el ascenso es exigente y es probable que las matas que pisen no vuelvan a salir”, advierte Puentes, mientras caminamos hacia la comunidad del Remanso donde, contiguo a Pajarito, habitan indígenas curripacos y puinaves. Nos recibe el capitán Silvio López. A él pedimos la autorización para subir los 300 metros de altura del cerro Mavicure. Sin su permiso, ningún turista puede ascender.
“La primera parte es un poquito exigente, pero al final termina siendo suave”, dice Agapito con convicción y experticia, pues ya perdió la cuenta del número de veces que ha escalado el cerro en sus 35 años.

Dice que ahora se demora media hora llegando a la cima. Nosotros, en ese mismo tiempo, solo ascendemos lo que podría ser un tercio del camino, caracterizado por sus rocas empinadas que me hacen sentir que los 49 kilogramos de mi cuerpo, en cualquier momento, le ganarán a la gravedad y me harán caer. 
Ascenso a Cerros de Mavicure
Arcangel Agapito realizando el ascenso al Cerro Mavicure.
Foto: 
Mauricio León.
Resbalarse podría implicar grandes moretones y, en el peor de los casos, fracturas. Es recomendable llevar un palo que sirva como bastón, tenis que amortigüen cada paso y una o mejor varias botellas de agua para hidratarse. 

El trayecto rocoso termina, pero la selva abre un estrecho camino con raíces, ramas y troncos de árboles para continuar el ascenso. El ambiente registra 24 grados y el aire es escaso, pero Arcángel me cuenta que no debería sufrir porque ya empezó la temporada de invierno. El verdadero calor se siente de enero a marzo, cuando se alcanzan a sentir 42 grados.

Subo varias escaleras. Algunas las construyeron los indígenas con palos de madera agarrados con alambres, otras las regala el cerro con las raíces de los árboles. La piernas tiemblan en cada paso, el corazón late cada vez más rápido, la fuerza de mi cuerpo disminuye, pero las ganas de llegar a la cima siguen intactas.
La curiosidad por saber qué se siente estar allá arriba es la motivación para continuar y después de dos horas de ascenso, llegamos a la famosa cima del cerro Mavicure. Su vista supera todas las expectativas e incluso las fronteras. No se ve un solo edificio y menos, un carro. Tenemos al frente dos titánicos cerros, uno de 400 metros y el otro de 700. La selva se impone por donde quiera que uno mire y al fondo, en el horizonte, alcanzamos a ver dos tepuyes de Venezuela y los cerros de Brasil. 

El esfuerzo ha valido la pena. El paisaje que nos regala Inírida es digno de todo. De una postal, de varias fotografías, de largos videos, de sentarnos 15 minutos en silencio para contemplar de verdad su belleza. Es digno de respeto y de cuidado, pues el 98,2 por ciento de la selva que los rodea es reserva natural. 

Aún seguimos perplejos con el vehemente panorama que nos rodea. Sin embargo, apenas estamos en la mitad del camino y ya es hora de bajar de nuevo a tierra firme. Todavía hace falta mucho por conocer y una noche de campamento en los pies del Mavicure nos espera. Los cerros definitivamente quedan en la memoria, pero Inírida y su gente se quedan en el corazón.
Etnotursimo más allá de los Cerros
Después del maratónico ascenso hacia los cerros, vivimos otra jornada dura que empieza a las 5 de la mañana. De nuevo embarcamos La Vanidosa y navegamos hacia la Estrella Fluvial de Inírida, otro sitio mágico que queda justo en la frontera con Venezuela. Allí se cruzan las aguas cristalinas del río Inírida, las amarillas del Guaviare y las negras del Atabapo, dando origen al río Orinoco, el tercero más caudaloso del mundo.

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